La falta de seriedad, amigos. Cual si la nación estuviérade regida por eunucos con ínfulas de bufón que hacen de la regiduría una chanza sin gracia, un chascarrillo inane y de mal gusto. Es difícil evitar la sensación de que el país, y el orbe todo, hubieran caído en manos de una caterva de simios beodos, torpes bestezuelas que desde lo alto de una rama, aprovechando su privilegiada situación, esparcieran sus desechos sobre los habitantes del suelo en una suerte de diluvio de excrecencias e inmundicias corporales celebrándolo además con sonoras risotadas y nerviosos palmoteos. Saben ustedes a lo que me refiero: apariciones ectoplásmicas para dirigirse a la ciudadanía, explicaciones ozorianas sobre lo oscuro de ciertos procederes, encomendaciones a poderes mitológicos e ídolos de carpintería, bravuconadas propias de la pubescencia y, en fin, tropelías de todo calibre, choriceos, amiguismos, sobres bajo mano y postura del egipcio. Qué les voy yo a contar.
Este país se ha convertido en el coño de la Bernarda.
Se dice de algo que es el
coño de la Bernarda cuando es un lugar disparatado, tumultuoso,
estrepitoso, sin orden, donde todo el mundo mete la mano y actúa caprichosamente
y sin decoro ninguno.
Es ésta una expresión que, si bien rayana en lo soez,
resulta de muy rancia enjundia, jacarandosa sonoridad y amplia aceptación en
cualesquiera estamento social. Así como en otra ocasión comentamos en estas
páginas el origen de la interjección caramba
y su relación con la historia de una excelsa dama, indagaremos hoy sobre esta
otra expresión protagonizada por su pertinente fémina. Así pues, ¿quién fue la
ínclita Bernarda y por qué su feminidad adquirió tal renombre?
Los eruditos, quienes quiera que éstos sean, apuntan
diversos orígenes. Uno de ellos nos remite a la ignota provincia de Ciudad
Real, región manchega donde las hubiérade y terruño natal del que suscribe y os
escribe, donde al parecer una tal Bernarda ejercía desde una covacha la
curandería y la sanación milagrera mediante alguna suerte de imposición de
manos pero sin usar las manos. Se conoce que su frondosidad bajoventrina era
milagrosa y curaba animales enfermos y concedía gracias y dádivas a aquel que
pusiera su mano en ella, o dentro, por lo que dicha cavernosidad debía estar
muy concurrida. Hasta tal punto era milagroso su sexo que por lo visto lo
encontraron incorrupto una vez finada la tal Bernarda.
Otro posible origen nos lleva más al sur, a Sevilla en
concreto, donde la Bernarda no era hechicera sino mesalina (ya saben,
profesional de lo lúbrico), y prestaba sus carnales servicios a todo el Tercio
de Regulares durante la Guerra de África. Debió ser tal su actividad
profesional que la fama de Bernarda y su transitada rendija trascendió el
ámbito local y, merced a este supuesto origen, daría lugar a la expresión hoy
conocida.
Un tercer posible origen localiza la historia sin salir de
lares andaluces, esta vez en Granada. Quizá sea ésta la historia más
documentada, pues si el lector buscare en los procelosos mares internáuticos
encontrare un asaz pormenorizado relato, que no es sino una creación literaria
del escritor granadino Manuel Talens.
Se nos cuenta en este relato que la Bernarda granadina, al
igual que la ciudarrealina, era algo así como hechicera. Supuesta hija natural
de un rey moro y criada a caballo entre el cristianismo y el islam, lo mismo te
recitaba la Biblia que el Corán. Se cuenta que una noche recibió la visita de
un noble local que, azorado por un sueño que había tenido, iba a pedirle
consejo. En el sueño veía a sus conciudadanos sufrientes y hambrientos, y los
campos pelados y baldíos, y cómo el mismísimo San Isidro Labrador se le
aparecía en mística parafernalia recitando lo siguiente: “San Isidro Labrador,
quita lo seco y devuélvele la verdor”. La Bernarda, sorprendida, le contó al
noble un sueño que tuvo ella una noche en la que se acostó apesadumbrada por
haberse dado a los demás sin haber tenido ocasión de concebir retoños, porque,
según ella, “no es buena la mujer de cuyo figo non salen fillos”. En el sueño
se le presentaba también San Isidro, esta vez en su dormitorio, donde procedió
a meter la mano en el higo de la Bernarda, la cual de arrobamiento y gozo
entendió la expresión “tener mano de santo” en una nueva dimensión, y al tiempo
que hurgaba susurrábale el mismo cántico: “San Isidro Labrador, quita lo seco y
devuélvele la verdor”. Tras esto marchó el noble igual de azorado que vino,
pero lo cierto es que al poco las cosechas se sucedieron copiosas, y el noble, religioso
él, atribuyó la prosperidad a la raja bendita, la cual fue adquiriendo tal fama
que ya todos en el pueblo se llegaban a la Bernarda a tocarle la intimidad y
“por doquiera la abundançia manaba: las mulleres daban fillos sietemesinos
fuertes como cabritillos, y las guarras parían cochinillos a porrillo, las
cosechas se multiplicaban y hasta las gallinas empollaban ovos de siete yemas”.
Todo fue prosperidad hasta la muerte de Bernarda, tras la cual la desgracia se
cebó inmisericordemente con la localidad. Terremotos, campos yermos, abortos en
las mujeres y el ganado, toda suerte de desdichas se cernían sobre el pequeño
villorrio. Hasta que, una noche, una vecina que se ocupaba en llorar ante la
tumba de Bernarda vio unas luminarias sobrenaturales que salían del sepulcro y,
entre el asombro y el acongoje, partió rauda a relatarle el hecho al párroco
local. El sacerdote decidió exhumar el cuerpo de la curandera y, oh sorpresa,
encontró incorrupto el figo, “rojo y húmedo qual breva”, y procedió a hacer del
despojo reliquia sacra y a colocarlo en áureo relicario en la capilla del
pueblo, devolviendo así la prosperidad y abundancia a todo aquel que tuviera
contacto con él.
Escojan ustedes, querida membresía, el origen que prefieran,
y recuerden a Bernarda y a su santa rendija con la devoción que sin duda
merecen.